19 de febrero de 2020

Cementerio Norte Manila



El área metropolitana de Manila alberga la mayor extensión de slums del mundo. No hay datos oficiales, sólo estimaciones que cifran en cuatro millones los habitantes de las chabolas, un tercio de la población de la urbe.
Este modelo de desarrollo urbano se repite en otras grandes capitales del Sudeste Asiático, pero Filipinas es el país más desigual de la zona. El 1% de su población acapara la mitad de la riqueza nacional, mientras que una quinta parte, unos 22 millones de filipinos, vive con menos de dos dólares al día.
La pobreza urbana es la cara más hostil de un problema que afecta al 21 % de los 106 millones de habitantes de Filipinas, según datos de 2018 de la Autoridad Nacional de Estadísticas. Son los más pobres entre los pobres.
Olvidados por los políticos e invisibles para la opinión pública, levantan sus chabolas de madera, aluminio o cartón donde pueden, bajo puentes o autopistas, junto a las vías del tren, en la ribera de un río o entre la basura. Viven más expuestos que nadie a los embates de frecuentes tifones, inundaciones o terremotos, y a menudo tienen que empezar de cero desde los centros de evacuación.
En Tondo, sobre una colina que servía de vertedero, brotó en los años cincuenta el “Smokey Mountain” (Montaña Humeante), el slum más conocido de Manila e icono de la miseria urbana. Hogar durante décadas de miles de filipinos que dejaban el mundo rural, se cerró en 1995. Jennet Katipunan, de 40 años, se trasladó en 1990 con su familia a uno de los 27 edificios conocidos como Tenemen en este distrito, modestas viviendas sociales que el Gobierno construyó en los 80 para reubicar a los residentes de Smokey Mountain.




En la superpoblada y masificada capital filipina, la lucha por un espacio donde vivir es feroz, hasta el punto de que miles de familias han encontrado un hogar entre tumbas y mausoleos en las necrópolis de la capital.
Desde hace 15 años, Michaela Sipalay vive en el cementerio de Pasay, en el sur de la ciudad. Su trabajo es cuidar y limpiar cinco nichos que le sirven de vivienda. Gana 50 pesos al mes por cada uno (0,85 euros).
Sobre la tumba más grande ha construido una choza de madera, donde vive con su hija de cinco años. Sus únicos lujos son un ventilador y un antiguo televisor. Su otra hija de 12, con discapacidad intelectual, y su madre, de 70 años, duermen sobre sepulcros transformados en camastros con lonas de plástico.
"La vida aquí es difícil. Por la noche es peligroso. Últimamente hay extraños entrando y saliendo, implicados en drogas", describe Michaela, que sobrevive gracias a las limosnas que su madre recoge en la carretera que bordea los muros del cementerio. "Hoy conseguí 200 pesos (3,5 euros), otros días es menos o a veces solo me dan pan o refrescos", relata la madre, Asuncion, que camina con la ayuda de dos muletas.
Años atrás ambas vivían en un "bonito apartamento de alquiler" no muy lejos de ahí, pero con la muerte repentina de su padre -el sustento de la familia-, ella tuvo que interrumpir sus estudios con 24 años y se mudaron al cementerio.
El camposanto amanece revuelto. Se ha expandido la noticia de que un vecino ha sido asesinado de madrugada. Todos asumen que fue un ajuste de cuentas por drogas. Decenas de vecinos contemplan la escena del crimen y observan curiosos las diligencias de la Policía para levantar el cuerpo. La novia de la víctima se recupera de los disparos en el hospital, revela uno de los agentes.













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