Playas amplias, aunque también hay pequeñas y encantadoras calas, playas de arena dorada, abiertas al mar y a las olas, vigiladas por impresionantes acantilados y, sobre todo, playas absolutamente vírgenes, sin otro edificio que pequeños chiringuitos de madera o, todo lo más, la caseta de una escuela de surf, también de madera.
Toda la zona es parte el Parque Natural de la Costa Vicentina, y ese es uno de los secretos que explican que pese a las muchas décadas de desarrollo turístico, siga esperándonos afortunadamente, casi virgen.
Antes de seguir vamos a ubicarnos en el mapa: Aljezur es la última comarca del Algarve, al norte ya linda con la costa del Alentejo y sus playas y acantilados en lugar de mirar al sur otean el océano infinito hacia el oeste, a Madeira y, más allá, a la propia costa de Norteamérica.
Su paisaje es más amable que el de zonas cercanas del Algarve, no necesariamente más hermoso porque los otros también son hermosos, pero en Aljezur encontramos frondosos bosques de viejos árboles que en Sagres o Vila do Bispo no podemos ver, quizá por la humedad que deben dejar los vientos del oeste, seguramente también porque esos vientos no azotan la costa con la crueldad con que lo hacen sólo unos pocos kilómetros más al sur.
Si uno llega a Aljezur desde Sagres, son esos bosques lo primero que le llama la atención, grandes masas arbóreas que atravesamos en una carretera sinuosa y portuguesa: primero pinos, poco después eucaliptos, más tarde algún tipo de encina...
Sin casi darnos cuenta la vegetación se convierte en una constante a nuestro alrededor prácticamente hasta que llegamos al borde mismo de las playas, allí la perspectiva y el cielo se abren.
No son los pueblos de esta zona del Algarve especialmente espectaculares, ni cuentan con un patrimonio arquitectónico que nos llame particularmente la atención. Pero sí que tienen su propio encanto y el tipismo que a los españoles nos gusta en muchas cosas de Portugal: nos recuerdan a la España de hace una décadas.
El más grande de la comarca es Aljezur, que tiene un casco antiguo que merece la pena recorrer, una pequeñísima iglesia del S XVI muy bonita pese a su modestia y algunos rincones interesantes, además de un mercado en el que comprar productos de la zona a las encantadoras vendedoras.
Los demás pueblos son casi siempre pequeñas aldeas blancas, con viejos molinos de viento, enclavadas en las laderas de las colinas o junto a pequeñas playas. Lugares en los que casi llama la atención la llegada de un forastero, pequeñas delicias que nos esperan.
Lo único que encontramos allí es el viento, las olas, algunos surferos y la caseta de madera de, precisamente, una escuela de surf.
De nuevo nos encontramos con un entorno idílico: nada de edificios altos, la playa casi vacía y sólo un chiringuito de madera constatando que estamos junto a la civilización. Bordeira tiene además, como Amado, miradores desde los que contemplar la propia playa y el atlántico, de hecho más altos y más espectaculares.
En suma, un lugar inolvidable.
Sagres está situada en el extremo más occidental del Algarve y no se parece a ningún otro destino del sur de Portugal. Se trata de una región para los aventureros, los intrépidos y todos aquellos que deseen enfrentarse a entornos salvajes.
Estos dramáticos paisajes están dominados por el poder desnudo de la naturaleza, desde los mares violentos que tallan gigantescos acantilados y los vientos arrasadores que crean paisajes desolados, hasta el intenso sol estival que provoca quemaduras a los turistas que no tengan cuidado.
Sagres es un destino principalmente para hacer surf, pero contiene playas protegidas e inmaculadas en las que relajarse y el ambiente de la población es relajado y chic al mismo tiempo. Los excursionistas llegan a Sagres atraídos por el Cabo de San Vicente, un remoto y lúgubre cabo que resulta muy adecuado como extremo sudoeste de la Europa continental.
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